La difusa autoría del Flos Sanctorum
Silencios, presencias, imposturas
p. 21-39
Texte intégral
Escritura y autoría en el Flos Sanctorum
1El estudio de los Flores Sanctorum castellanos constituye una fuente inagotable de sugerencias en torno a la evolución de la noción de autoría entre la Edad Media y el setecientos. La naturaleza miscelánea de esos santorales y su inequívoca deuda con las fuentes latinas limitan a menudo la labor de sus responsables al estrecho ámbito de la traducción y el acopio de materiales ajenos. El carácter modesto, subsidiario, de esa escritura, el tímido espacio concedido a la aportación personal, sitúan así la figura del «autor» de un Flos Sanctorum en un terreno difuso: un lugar alejado por igual del ocupado por el mero copista y del reclamado para sí por el audaz creador de prosas fingidas. Pero es seguramente en ese espacio intermedio donde cobran mayor significado los silencios del anonimato y las reivindicaciones autoriales, donde adquiere toda su relevancia la cita o la omisión de aquellos nombres asociados a la fábrica del género a lo largo de cinco siglos.
2Los Flores Sanctorum medievales (la Compilación B y la algo más tardía Compilación A) tuvieron un origen ciertamente próximo. Ambas compilaciones castellanas nacieron de sendas traducciones parciales de la misma fuente latina (la omnipresente Legenda aurea de Jacobo de Vorágine), adornadas con otros materiales de diversa procedencia. Y poco hace al caso que exista todo un abismo entre la concepción hagiográfica, la extensión y el propio aliño de una y otra, en favor de una Compilación A notablemente más ambiciosa: al propósito que nos ocupa, es inútil rastrear en los testimonios de cualquiera de ellas huella alguna del nombre de sus responsables. Afortunadamente, la incógnita se desvelará parcialmente en lo que respecta a la Compilación A en su propia versión impresa: el Flos Sanctorum renacentista. Desde su primera edición, en 1516, el texto asociaría la escritura de aquel viejo precedente manuscrito a la figura del jerónimo Gonzalo de Ocaña, notable traductor de mediados del cuatrocientos. No es fácil saber el alcance exacto de la labor de Ocaña en la factura inicial de la Compilación A, pero el solo recuerdo de su nombre en los preliminares del santoral impreso constituía todo un homenaje a ese primer —y ya lejano en el tiempo— impulso autorial. Por lo demás, el Flos Sanctorum renacentista gozó de un sinnúmero de versiones sucesivas en las prensas del quinientos. Y todas ellas verían ya la luz amparadas bajo la firma de un corrector oficial (Pedro de la Vega, Martín de Lilio, Gonzalo Millán, Juan Sánchez y Pedro de Leguizamo, el doctor Pacheco…). El santoral se fue así llenando de todos esos nombres, finalmente acogidos en un listado único, integrador, al modo de un signo que prestigiara, a partes iguales, el esfuerzo de esos autores y el texto mejorado gracias a su paciente labor de revisión.
3También la Compilación B tuvo su herencia en las prensas, representada por las sucesivas ediciones de la Leyenda de los santos. Una obra sometida asimismo a un notable proceso de reescritura y amplificación a lo largo del siglo xvi, pero evidentemente mucho más modesta que aquel Flos Sanctorum renacentista con el que convivía en las prensas. De hecho, frente al orgullo autorial que asoma por este último, la Leyenda de los santos se nos muestra como un texto casi «huérfano» de nombres (más allá de la presencia de un prólogo firmado por el cronista Vagad y del desvelamiento de la identidad de uno de sus correctores: el doctor Carrasco). En el contexto de esos silencios, de esa anonimia que acompaña a la obra, resulta especialmente sorprendente la ubicación fraudulenta al frente de dos de sus impresiones de sendos prólogos tomados del Flos Sanctorum renacentista (los firmados por los citados correctores Vega y Lilio). En el «robo» de esos proemios, en la usurpación de aquellos dos nombres, están cifrados todos los complejos de la Leyenda de los santos: la conciencia de su lejanía con respecto al ambicioso Flos Sanctorum y el deseo de diluir algo de esa misma distancia apropiándose de dos «firmas de autor» impostadas, pero sentidas como una marca inequívoca de autenticidad hagiográfica a esas alturas del quinientos.
4En cualquiera de los casos, la trayectoria de los viejos santorales renacentistas concluiría de modo abrupto en torno a 1578, fecha en que vio la luz el primer tomo del Flos Sanctorum de Alonso de Villegas. El compendio constituía en buena medida una adaptación de las Vitæ Sanctorum latinas de Lipomano y Surio, pero Villegas podía presentarse a sí mismo como el responsable de la necesaria renovación de la hagiografía castellana en el período postridentino. El desbordado texto del maestro toledano (compuesto finalmente por seis nutridos volúmenes) se llenaría así de signos de esa conciencia de autor: de declaraciones proemiales, de ecos y reenvíos de una sección a otra de su propia obra, de marcas de autenticidad. Pero también ese nuevo Flos Sanctorum hubo de tener su competencia en las prensas. En 1599 se imprimiría el primer volumen del santoral homónimo de Pedro de Ribadeneyra, basado esencialmente en las mismas fuentes latinas. En su conjunto, las obras de Villegas y Ribadeneyra muestran la culminación natural de aquel proceso de creciente revelación autorial que ya notábamos a propósito de los legendarios renacentistas. En esas fechas tardías, no quedaban atisbos del viejo anonimato asociado a las más antiguas manifestaciones del género. El Flos de Villegas frente al de Ribadeneyra: los nombres de sus autores eran ya el único medio para enunciar la competencia entre ambos textos. Una competencia, por lo demás, sostenida hasta finales del siglo xviii, por la vía de una constante revisión de los conjuntos convenientemente firmada —al menos en el caso del debido a Ribadeneyra— por sus sucesivos correctores: Eusebio Nieremberg, Francisco García y Andrés López Guerrero.
5El itinerario que lleva desde los legendarios medievales hasta los Flores Sanctorum postridentinos es, en efecto, el que conduce de la ocultación de los nombres a su gradual desvelamiento y, de allí, a la más explícita afirmación u ostentación autorial. Es bien sabido que no se trata de un camino recorrido exclusivamente por la escritura hagiográfica: la creciente imposición de esa nítida conciencia de autoría constituye uno de los ejes en la evolución del conjunto de las Buenas Letras y, por lo mismo, uno de los fundamentos que harán posible el nacimiento de nuestra moderna concepción de la literatura. Pero conviene no olvidar los matices que acompañan a ese proceso en el caso de la factura de un Flos Sanctorum: la indudable modestia asociada a esa labor de redacción, su sujeción a unos modelos dispositivos impuestos por la tradición, su fidelidad a las fuentes latinas y romances, la disolución de todo esfuerzo individual en ese mar de voces que concurren en la fábrica, finalmente colectiva, de cada uno de los textos; todo aquello, en fin, que explica el carácter difuso (y en cierto modo «menor») que acaba ostentando la propia noción de autor asignada al género. Porque acaso sea justo en ese espacio difuso —decíamos más arriba— donde cobre su sentido más pleno la revelación o la ausencia de un nombre, su presencia o su ocultación1.
La edad de la anonimia. Los testimonios manuscritos
6Ninguna de las dos compilaciones castellanas que definen la etapa medieval del género constituyen, en puridad, meras traducciones de la Legenda aurea de Jacobo de Vorágine (Iacopo da Varazze). En la llamada Compilación B (la más temprana en el tiempo), los capítulos procedentes de esa obra latina se ven notablemente abreviados y, en cualquier caso, se hacen acompañar de algunas otras vidas de santos de carácter local. Una lectura atenta de sus testimonios revela, incluso, la existencia de dos estados sucesivos de redacción, que conocemos como versión B1 y versión B2. El segundo de esos estados nació, al parecer, de dos impulsos antagónicos: de la omisión de varios de los capítulos que integraban la versión precedente y de la interpolación de diversos materiales en el resto. Mucho más notable es, con todo, el esfuerzo autorial que transparenta la Compilación A. La obra asumió un número de capítulos de la obra de Vorágine ciertamente considerable y lo hizo además con una fidelidad un tanto mayor a la que ostentaba su antecesora. Al tiempo, se incorporaron al texto todo un elenco de vidas locales y, ante todo, una cumplida nómina de capítulos procedentes de la Vita Christi de Francesc Eiximenis, que servirían de complemento a los pasajes cristológicos tomados de la propia Legenda aurea. Por otra parte, los testimonios conservados de la Compilación A muestran la existencia de al menos tres estados sucesivos de ordenación de la materia. El primero de ellos ofrece una mera acumulación de esos materiales traducidos de modo paulatino. En un segundo momento, los capítulos fueron reubicados de acuerdo con el consabido ciclo del año litúrgico. Finalmente, la obra se escindió en dos grandes secciones: la primera de ellas dedicada a exponer la vida del Salvador, gracias a la ilación de todos aquellos pasajes cristológicos tomados de Vorágine y Eiximenis, y la segunda destinada a recoger las vidas de los santos2. En su conjunto, la Compilación A constituía un legendario notablemente riguroso y completo, al punto de haber despertado el interés de la reina Isabel de Castilla, quien encargó un ejemplar del mismo ( «de muy buena mano») a los monjes de Guadalupe. A esa demanda corresponde, en efecto, un precioso códice hoy custodiado en la Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial.
7A pesar del diverso grado de ambición hagiográfica que manifiestan la Compilación A y la Compilación B, la fábrica de ambas nos habla siempre de un proceso de acopio y adaptación de materiales muy meritorio, sostenido además a lo largo de varias décadas por la vía de la constante reescritura de los conjuntos. Y, sin embargo, es inútil rastrear en sus testimonios cualquier indicio acerca de los responsables de esas tareas. Acaso con una sola excepción: la firma que el copista e iluminador Juan de Logrosán ubicó en aquel rico códice solicitado por la reina Isabel. En este sentido, Juan de Logrosán fue sin duda el encargado de la factura material de la copia, pero quién sabe si su nombre está también detrás de alguna decisión de mayor calado, como la mencionada división del texto en dos secciones, cristológica y hagiográfica, testimoniada por vez primera en aquel manuscrito3. En cualquiera de los casos, lo que es seguro es que no cabe imputarle responsabilidad alguna en la escritura inicial de la Compilación A, es decir, en la autoría —propiamente dicha— de la obra. Una autoría de la que nada nos dice ese precioso manuscrito, cuyo íncipit, por el contrario, se conformaba con atribuir el texto que allí concluía al «honorable varón don Diego de Vorágine». Esa cita hacía justicia a la autoridad y al prestigio del antiguo compilador latino, pero ensombrecía al tiempo todos los méritos asociados a la labor de creación de la obra castellana. El recuerdo del nombre de Vorágine, en efecto, no podía sino acentuar la sensación de silencio sobre la autoría de esa versión romance, la incógnita sobre la génesis de un santoral que, según decimos, distaba mucho de constituir una mera traducción.
8El reconocimiento de esa labor autorial vendría de la mano de la llegada de la obra a las prensas zaragozanas de Jorge Cocci. La primera edición del legendario, fechada en abril de 1516, se inauguraba de hecho con un extenso prólogo, de carácter anónimo y de interés capital para la reconstrucción de la historia del texto, ya desde su propio título: «Prólogo primero o epístola proemial en el libro que es intitulado Vida de nuestro redemptor Jesucristo y de sus santos, compuesto y ordenado por un venerable y devoto religioso de la orden del glorioso y bienaventurado doctor sant Hierónimo». La identidad de ese «devoto religioso» sería declarada en el interior del mismo prólogo, en un pasaje que aporta alguna noticia más en torno a esa primitiva labor de escritura:
E con el huego de esta sancta consideración fue encendido el corazón del muy venerable e religioso varón fray Gonzalo de Ocaña, prior del monesterio de nuestra señora Sancta María de la Sisla, de la Orden de los frailes del glorioso sant Hierónimo, cuando forzó a sí mesmo al trabajo de ordenar este libro, sacando y tomándolo de las escripturas de los padres pasados que de esta materia escribieron, mayormente de la copilación que hizo de las vidas de los santos el muy honorable e sabio varón fray Jacobo de Vorágines, de la Orden de los Predicadores, arzobispo de Génova4.
9La presencia de esa cita en el infolio renacentista puede confundir inicialmente (y, de hecho, no han faltado en los acercamientos al texto errores asociados a una mala interpretación del pasaje). Pero es obvio que el prólogo alude a Gonzalo de Ocaña como autor del antecedente manuscrito de ese impreso, es decir, como creador de lo que hoy conocemos como Compilación A. El prior de Santa María de la Sisla había sido, en efecto, un traductor notable. A él se debían una versión parcial del Llibre dels Angels de Francesc Eiximenis, concluida en 1434, y dos traducciones de sendas obras de San Gregorio Magno: los Diálogos, trasladados a ruego de Fernán Pérez de Guzmán, y las Homilías sobre Ezequiel, «romançadas […] por mandado de la muy excelente e esclarecida señora doña María, reina de Castilla, en el año de mill e cuatrocientos e cuarenta e dos»5. Con todo, la complejidad de la génesis de la Compilación A y la propia existencia de aquellos tres estados compositivos en el seno de la misma obligan a preguntarse por el alcance exacto de la responsabilidad de Ocaña en su factura. Como ha destacado Claude Chauchadis, el prólogo de 1516 parece aludir a una mera labor de acopio y ordenación de materiales, pero no creo que ello obligue a descartar que el prior de la Sisla fuera también el traductor de la mayor parte de esa misma materia (latina, fundamentalmente, y catalana, en el caso del texto de Eiximenis6). Gonzalo de Ocaña pudo tener así una responsabilidad absoluta en la fábrica del primer estado del legendario (el basado en la acumulación de pasajes de diverso origen), e incluso haber diseñado un segundo modelo dispositivo que, en lo sustancial, no hacía sino devolver esos materiales a su orden natural (el del ciclo litúrgico). Más arriesgado resulta, sin embargo, atribuirle alguna paternidad sobre el tercer estado del conjunto: la definitiva disociación de las secciones cristológica y hagiográfica. Es cierto que este último es el aspecto que ostenta la edición de 1516, y que el colofón de esta impresión zaragozana declaraba de modo expreso su fidelidad a «la última y postrimera copilación que hizo» el prior de Santa María de la Sisla. Parecería lícito, por tanto, pensar que el modelo manuscrito manejado en las prensas de Cocci correspondía ya a ese tercer estado y había sido diseñado por Gonzalo de Ocaña. Y, sin embargo, nada de ello se ajusta a la realidad de los testimonios hoy conservados. El único manuscrito que presenta una separación de los capítulos cristológicos y hagiográficos, el firmado por Juan de Logrosán, es ciertamente tardío y, sobre todo, transparenta un relativo desconocimiento o una cierta torpeza en el manejo de los contenidos íntegros de la Compilación A, al olvidar algunos de los pasajes más significativos de Eiximenis correspondientes a esa primera parte dedicada a la Vida de Cristo (algo incompatible con una supuesta supervisión de ese testimonio o de un modelo más temprano con ese mismo estado dispositivo por parte del creador de la obra, Gonzalo de Ocaña). Con todo, y al margen del problema de su intervención real en la escritura de la Compilación A, la sola mención del nombre de Ocaña en el Flos Sanctorum renacentista implicaba ya un homenaje a su labor como «autor» de la versión primitiva del texto. Un homenaje que no podía ser hijo de los tiempos de aquel prior toledano, pero sí de los algo más tardíos que vieron nacer el ambicioso Flos Sanctorum impreso.
La revelación de los nombres. El Flos Sanctorum renacentista
10El anónimo autor del prólogo de 1516 había recordado, así pues, los primeros pasos manuscritos de aquella obra que ahora llegaba a la imprenta y que el lector tenía entre sus manos. Pero es preciso reconocer que existe todo un abismo entre el texto de la Compilación A manuscrita y el que finalmente vio la luz en el taller zaragozano de Cocci. Un legendario, este último, notablemente transformado no sólo por la adición o la supresión de tal o cual vida de santo, sino ante todo por la radical transformación de la sección cristológica que inauguraba el volumen. A este último propósito, el responsable de la versión impresa respetó en buena medida los materiales de la Compilación A procedentes de Vorágine, pero prescindió de modo sistemático de los derivados de Eiximenis, sustituyéndolos por los capítulos correspondientes de la mucho más reciente Vita Christi de Ambrosio Montesino7.
11Hay algunas alusiones en el impreso de 1516 a esa segunda mano que habría intervenido de manera tan profunda sobre la compilación inicial de Gonzalo de Ocaña, haciéndole cobrar su nuevo aspecto. El colofón de esa impresión zaragozana, hoy perdido, tras recordar la labor primitiva de Ocaña, notaba que el libro que ahora se ofrecía al público había sido «añadido en muchas historias, así de las que pertenecen a la vida de nuestro Redentor Jesucristo como a las de los santos, por otro religioso de la mesma orden»8. A esa misma labor de mejora del legendario aludía, además, el ya citado «Prólogo primero o Epístola proemial»: «E cuantas cosas agora de nuevo en él sean añadidas, ligeramente podrá ser conoscido de los que antes de esta impresión tenían noticia familiar de su leción». Resulta muy tentador pensar que el «religioso» responsable de la radical transformación del santoral para su impresión fuera, justamente, el anónimo autor de ese prólogo. Y, en buena medida, eso parecen sugerir las líneas finales del mismo, con aquella primera persona verbal que asume una cierta intervención en la composición de la obra: «Confesamos pues claramente que por nuestra ignorancia e negligencia han quedado muchas cosas en este libro que pudieran ser en mejor modo puestas, y otras algunas se han en él viciado por el descuido e inadvertencia de los impresores»9. Contemplemos por ahora como una simple posibilidad la identificación del encargado de transformar el legendario con el autor del prólogo de 1516. Y reparemos en el hecho de que, de ser cierta, esa pieza proemial nos estaría velando desde su anonimato el nombre del responsable del mayor cambio producido en la historia del texto: el que conduce de la Compilación A al Flos Sanctorum renacentista en sentido estricto. Toda la generosidad que el anónimo prologuista tuvo al recordar el nombre de Ocaña, se habría trocado en humildad al silenciar el suyo propio.
12Afortunadamente, algo menos humildes (o mucho más generosos) se mostraron los sucesivos correctores del legendario a partir de su siguiente edición, salida de las mismas prensas zaragozanas de Cocci, en 1521. El colofón de la primera parte del texto (la sección cristológica) anunciaba ya el nombre del responsable de la nueva versión:
Esta es la última capitulación de este libro, que hizo fray Pedro de la Vega […] Comenzó esta obra en el monesterio de la bienaventurada virgen y mártir Santa Engracia, de la noble ciudad de Zaragoza, del Reino de Aragón, e concluyola e diole fin en el susodicho monesterio a XXV días de septiembre del año del Señor de mil e D.XX e uno10.
13Ese mismo nombre asomaría por otras páginas del infolio. En los preliminares de este último se incluía, en efecto, una «Epístola proemial de fray Pedro de la Vega, de la Orden del glorioso Sant Hierónimo, en el libro que es intitulado Vida de nuestro redemptor Jesucristo e de sus santos»11. La epístola, con todo, había de deparar al lector más de una sorpresa. De hecho, esa pieza reproducía palabra por palabra la mayor parte de los contenidos del «Prólogo primero o Epístola proemial» que inauguraba la impresión de 1516 (y que lo hacía entonces de manera anónima, como sabemos). No parece posible que Pedro de la Vega, celoso revisor y amplificador del texto de 1521, se decidiera a presentar su versión del legendario limitándose a copiar un prólogo ajeno. Por el contrario, resulta más lícito pensar que había sido él justamente el autor de aquel primer proemio de 1516 (siquiera en colaboración, si queremos interpretar así el plural de la primera persona verbal que afloraba en el paratexto). El problema es que el responsable o los responsables de ese prólogo asumían explícitamente (decíamos también) una cierta participación en la refundición de la obra para aquella su primera impresión. Y ello plantea alguna nueva incógnita. ¿Intervino en alguna medida Pedro de la Vega en la preparación del temprano legendario de 1516? Y, si fue así, ¿es posible identificarlo incluso con ese «otro religioso de la mesma Orden» al que se debe la conversión de la Compilación manuscrita de Ocaña en el Flos Sanctorum renacentista?
14Es hipótesis, desde luego, atractiva, pero que no acaban de confirmar ni los paratextos de la obra ni los escasos datos biográficos que poseemos acerca del autor. Como señala el padre Martón (siguiendo, entre otros, a fray José de Sigüenza), Pedro de la Vega fue enviado a Zaragoza en dos ocasiones por el general de la Orden, Francisco de Ureña, para preparar la impresión de algunos breviarios y misales, que debían ver la luz en la prestigiosa oficina de Cocci. En el contexto de la segunda de esas estancias, el jerónimo hizo nueva profesión en el santuario zaragozano de Santa Engracia, el 18 de octubre de 1515, pasando a residir en la casa. Tres años y medio después —apunta Martón—»le hicieron vicario, en cuya ocupación laboriosa […] escribió el santoral que llaman Flos Sanctorum»12. Más tarde llegaría a ser prior de Santa Engracia y general de la Orden. Nada se dice allí, así pues, de una vinculación con el texto anterior a 1516, y la misma sensación desprenden, a pesar de todo, los sucesivos preliminares del legendario. El citado colofón de la sección cristológica del volumen de 1521 tan sólo aludía a la «última capitulación» de la obra, concluida en esa fecha por Pedro de la Vega. Es cierto que el silencio de ese paratexto a propósito de la autoría de la primera versión de 1516 no constituye una prueba concluyente para negar la participación del monje de Santa Engracia en la misma. Pero algo más significativo resulta que tampoco diga nada de esa supuesta intervención temprana el colofón de la sección cristológica del Flos Sanctorum de 1541 (entrega también corregida por Pedro de la Vega). Y es que este último sí que parecía el lugar indicado para consignar todas y cada una de las aportaciones al legendario de quien ya era general de la Orden. El colofón de 1541, en efecto, no dudaba en copiar los contenidos de aquel ya citado de 1521, añadiendo la referencia a la nueva revisión del santoral y omitiendo cualquier alusión al texto impreso en 1516: «Y fue este libro cuanto a su primera parte reconoscido, emendado otra vez y en muchas cosas añadido por el mismo autor, en el susodicho monesterio, en el año de mil y quinientos y cuarenta y uno»13.
15No es posible asegurar, así pues, que se deba a Pedro de la Vega aquella primera versión del Flos Sanctorum renacentista impresa en 1516. O, por mejor decir, lo que es seguro es que jamás la reivindicó como suya, en claro contraste con las entregas de 1521 y 1541, plenas de marcas autoriales. Según acabamos de ver, el nombre del jerónimo figuraba en los colofones de la sección cristológica correspondientes a esas dos ediciones, como lo hacía al frente de la «Epístola proemial» reproducida en ambas. Sabemos, además, que esta epístola retomaba en buena medida los contenidos del prólogo anónimo de la prínceps, aunque es cierto que lo hacía con algunas modificaciones que parecen sugerir, de nuevo, la asunción de una plena responsabilidad sobre el texto a partir de 1521. Como recuerda Claude Chauchadis, el plural de la primera persona verbal, que incardinaba el discurso del proemio de 1516, había cedido paso, en la versión firmada por Pedro de la Vega, a un «yo» individual que subrayaba la participación del jerónimo en la factura del nuevo legendario ( «E si en lo que yo he puesto la mano se hallaren los defectos que con razón acompañan mi entendimiento, demando perdón a los lectores»14). De modo paralelo, de ese nuevo prólogo había desaparecido cualquier referencia a la labor primitiva de Ocaña como responsable de la vieja Compilación A (eje en buena medida del discurso original de 1516), basculando definitivamente el peso de la escritura de la obra hacia la persona del propio Pedro de la Vega. En ese mismo sentido, la edición de 1541 hacía preceder a la epístola proemial una suerte de «anteprólogo», donde se detallaban algunos pormenores de la puesta al día del santoral. En él —recuerda Chauchadis— se acumulaban de nuevo los verbos enunciados desde la primera persona del singular, reforzando esa responsabilidad autorial asumida por el prior de Santa Engracia. De hecho, ni siquiera era necesario ya que el jerónimo firmara la pieza con su propio nombre. Bastaba con una rúbrica tan escueta como elocuente: «El auctor»15.
16En su conjunto, las dos intervenciones asumidas por Pedro de la Vega —la de 1521 y la de 1541— otorgaron al legendario (o, por mejor decir, a su sección cristológica) un aspecto mucho más acabado que el que ostentaba en la prínceps de 1516. Es cierto que, en lo sustancial, las fuentes de esa sección seguirían siendo la Legenda aurea de Vorágine y la Vita Christi de Montesino, pero el jerónimo hubo de emprender, por dos veces, una minuciosa relectura de ambas obras para restaurar y amplificar todos los pasajes sobre los que estaba tejida esa extensísima biografía del Salvador. En la segunda mitad del siglo, el Flos Sanctorum renacentista siguió viviendo un incesante proceso de revisión, emprendido por autores de condición diversa16. En la versión de 1558, esa responsabilidad aparece repartida entre el franciscano Martín de Lilio y el librero Alonso Méndez de Robles. La noticia sobre la labor correctora del primero se añadiría así a la de la doble participación de Pedro de la Vega en el consabido colofón de la sección cristológica ( «y agora nuevamente impreso y en muchas cosas enmendado y corregido por fray Martín de Lilio […] en la muy noble y florentísima universidad de Alcalá de Henares»17). Méndez de Robles, por su parte, no sólo recordaría la magnitud de la empresa económica de sacar a la luz tan amplio santoral ( «el cual, por ser libro de mucha costa, no había en estos reinos quien osase imprimir»), sino que se atribuiría, desde una insistente primera persona de nuevo, buena parte de los méritos asociados a la reelaboración del texto: «tomé muchas cosas de otro antiguo, añadí algunas vidas de nuevo, quité algunas cosas profanas que en el antiguo había y trabajé de autorizarle lo mejor que pude»18. Es difícil calibrar el alcance de la labor de Méndez o de Lilio en la corrección de la obra. En cualquier caso, esa tarea sería de nuevo emprendida una década más tarde por Gonzalo Millán y Mora. En la edición sevillana de 1569, su nombre se añadiría a los de Pedro de la Vega y Martín de Lilio en el imprescindible colofón de la primera parte del volumen ( «y ahora de nuevo corregido y enmendado por el muy magnífico y muy reverendo señor doctor Gonzalo Millán»). Y en ese mismo punto del legendario se incorporarían los nombres de Juan Sánchez y Pedro de Leguizamo en la entrega de 1578, de Medina del Campo, como lo haría el de Francisco Pacheco en la última versión conocida del conjunto: la impresa en Sevilla, por Juan Díaz, en 1580. Los paratextos del Flos Sanctorum renacentista, tan sabiamente estudiados por Claude Chauchadis, se irían así llenando de todos esos «autores» y de toda una galería de menciones a la labor de corrección por ellos emprendida. Podríamos pensar que cada nueva edición del santoral aspiraba a desterrar todas las anteriores. De algún modo, con esa ambición se presentaba al público y con esa intención era redactada por sus responsables, al hilo de una estrategia literaria y comercial cuyas auténticas dimensiones apenas llegamos a vislumbrar. Pero es verdad que muchas de esas correcciones —sobre todo las más tardías— se quedan en una mera labor de lima lingüística, en una tarea de actualización del legendario más aparente que profunda. En este sentido, la oferta de un texto corregido y puesto al día sería, en la mayor parte de las ocasiones, un mero reclamo: una servidumbre que todo impresor debía respetar o, si se quiere, un tributo a la fama que el Flos Sanctorum había ido ganando a lo largo del siglo. Y a esa luz se entiende la paulatina acumulación de nombres en el colofón que cerraba en todas las ediciones la sección cristológica. El recuerdo conjunto en la última versión de la obra de todos esos autores (Vega, Lilio, Millán, Sánchez, Leguizamo, Pacheco), así pues, no aspiraría tan sólo a ponderar la actualidad de aquella impresión sevillana de 1580, su superioridad con respecto a todas las entregas anteriores. Antes al contrario: quizá lo que pretendía ante todo era recordar el prestigio perenne de un texto sometido desde sus inicios a una incesante labor de revisión.
De la orfandad a la impostura. La Leyenda de los santos
17Es curioso, pero frente al desbordamiento autorial, frente a la inflación de nombres que acompaña al Flos Sanctorum renacentista, la casi coetánea Leyenda de los santos parece sentir todavía una especial querencia por el anonimato. Y ello a pesar de que también su génesis y su evolución en las prensas muestren una labor de integración y de armonización de fuentes ciertamente meritoria. El origen del texto es, en efecto, un tanto complejo. De la mencionada Compilación B (y, en concreto, de su versión B1) deriva un primer incunable, publicado en fecha y lugar inciertos bajo el título de Flos Sanctorum con sus ethimologías. La composición de este último legendario revela, además, una relectura complementaria de la Legenda aurea latina (destinada a restaurar el texto heredado de aquella Compilación B y a reponer algunos pasajes o capítulos omitidos en ella) y un notable esfuerzo de búsqueda e integración de nuevos capítulos. De algún modo, son esos los impulsos esenciales que se dan también cita en la fábrica de la Leyenda de los santos. El texto asume numerosos materiales de la Compilación B (tanto de su versión B1 cuanto de la más breve versión B2) y del recién citado Flos Sanctorum con sus ethimologías. Pero, en ambos casos, la letra «recibida» aparece revisada y ampliada a partir de una enésima consulta de la fuente latina de todas esas obras, la Legenda aurea. Y a todo ello hubo de sumarse, sin duda, el manejo de algún texto adicional, dada la presencia en la Leyenda de los santos de algunos capítulos ajenos a las citadas fuentes19. Un enorme trabajo, en definitiva, de búsqueda, lectura y adaptación de materiales, sobre cuya autoría nada sabemos.
18En honor a la verdad, es cierto que en la obra figura desde su primera edición conservada un prólogo firmado por Gauberto Fabricio Vagad, portaestandarte del arzobispo de Zaragoza, don Juan de Aragón, y desde 1495 cronista oficial del reino, a instancias del nuevo arzobispo, Alonso de Aragón. En este sentido, es probable que al propio Vagad se deban algunos otros preliminares de la Leyenda de los santos, esencialmente un anteprólogo y una Concordancia de la Pasión, traducción de los capítulos correspondientes del Monotheseron de Juan Gerson. Incluso su pluma podría estar detrás de la escritura, total o parcial, de uno de los apéndices del santoral: la sección de «santos extravagantes», tejida en parte sobre un texto de Gonzalo García de Santa María (figura también perteneciente al círculo de protegidos de Alonso de Aragón). Pero conviene no olvidar que tanto esa sección de «extravagantes» como los citados preliminares parecen meros añadidos a la sección central de la obra: a un legendario que verosímilmente habría circulado antes de manera exenta y que, en cualquiera de los casos, constituía un texto sustancialmente anónimo20.
19Esa condición anónima no la perdería en su largo periplo por las prensas peninsulares. En ese itinerario, la Leyenda de los santos fue variando un tanto su aspecto, sumando paulatinamente nuevos apartados: a los «santos extravagantes» se hizo suceder un nutrido elenco de milagros de Nuestra Señora, y algo después se añadió una sección final conformada por cinco relatos. Las ediciones postreras del legendario revelan una leve transformación de esa estructura, resuelta en la redistribución de los cinco últimos relatos por la sección principal del texto y en la desaparición de los milagros marianos. Es posible que muchas de las citadas transformaciones obedezcan al mero impulso de libreros e impresores. Pero no deja de sorprender que, a diferencia de lo verificado en el Flos Sanctorum renacentista, ninguno de esos cambios aparezca firmado por un autor. Con una sola excepción: la del texto de la edición complutense de 1567, no muy diverso en su configuración al toledano de 1554, pero «corregido y enmendado por el reverendo señor el doctor Carrasco, por mandado del muy reverendo señor doctor Vázquez, vicario general de la ciudad de Toledo»21. La idea de una revisión de la Leyenda de los santos por «mandado» de una autoridad eclesiástica arroja una luz sobre el verdadero sentido de esa tarea, quizá limitada a una lectura rápida o a la mera autorización del texto. Y posiblemente no fuera muy distinto el espíritu que animaba las correcciones del Flos Sanctorum renacentista emprendidas con posterioridad a las de Pedro de la Vega (las llevadas a cabo por Lilio, Millán, Sánchez y Leguizamo o Pacheco). Pero, justamente por lo mismo, sorprende la ausencia de algún nombre más asociado a esa labor en el caso de la Leyenda de los santos.
20Hablábamos antes del enorme prestigio del Flos Sanctorum renacentista. Quizá la anonimia de la Leyenda de los santos tenga algo que ver con la muy diversa consideración que esta última obra parecía merecer en la época. Es verdad que, a primera vista, el paralelismo entre ambos legendarios es notable. Los dos derivan de una única fuente latina, poseen una estructura en parte afín y ostentan un número de ediciones casi idéntico a lo largo del siglo xvi, en una especie de rivalidad, de competencia editorial, escenificada en las imprentas de toda la Península. Pero no deja de resultar significativo que el mismo taller sevillano, el de Juan Gutiérrez, ofreciera una edición de la Leyenda en 1568 y otra del Flos Sanctorum apenas un año después; y que una misma persona, don Gonzalo Millán y Mora, hubiera de ser a un tiempo el autor de dos aprobaciones ubicadas al frente del primero de esos textos y el revisor oficial del segundo22. En efecto, parece evidente que la convivencia entre los dos santorales (y la supervivencia de ambos en el panorama editorial del quinientos) hubo de sustentarse en su propia «diferencia»: es decir, en la respectiva especialización de sus contenidos, de sus cometidos y de su público.
21La Leyenda de los santos es, como decíamos, una obra harto más modesta que el Flos Sanctorum renacentista. La distancia entre ambos legendarios comenzaba a percibirse en sus propias dimensiones, en su misma materialidad. La Leyenda se imprimía en un formato menor y ocupaba aproximadamente la mitad de folios que el santoral corregido por Pedro de la Vega, lo que la hacía más manejable y, sin duda, más asequible. Pero no se trataba tan sólo de una distancia cuantitativa. La diferente corporeidad de ambos compendios era tan sólo el signo exterior de todo el abismo que separaba la calidad de sus contenidos: si el Flos Sanctorum renacentista se mostraba plagado de digresiones teológicas y citas patrísticas, la Leyenda de los santos no dudaba en dar cobijo a la hagiografía de corte más popular, más «novelesco» incluso. En este sentido, el lugar del Flos Sanctorum se hallaba en los anaqueles de la biblioteca conventual (como lectura de refectorio, por ejemplo, según declaraba aquella «Epístola proemial» firmada por Pedro de la Vega a partir de 1521). La Leyenda de los santos, en cambio, parece destinada a un público mucho más amplio y quizá menos exigente, a un lector en muchos casos seglar (como aquel joven Íñigo de Loyola, llamado a una nueva vida tras la lectura del volumen guardado en la casa familiar, en el famoso episodio de su convalecencia23).
22Obviamente, tampoco conviene exagerar la modestia de la Leyenda de los santos. Pero es posible que su distancia con el coetáneo Flos Sanctorum pueda explicar algo de su perenne anonimia, frente a la profusión o inflación de «nombres» que caracteriza a este último texto. Es una posibilidad, sin duda. Lo que sí parece seguro, en cambio, es que la diferente ambición de ambos santorales está en el origen de un par de leves «imposturas» que asoman por los preliminares de la Leyenda de los santos. Y es que aquella misma «Epístola proemial» que el más insigne de los correctores del Flos Sanctorum, Pedro de la Vega, ubicó en las cuidadas ediciones de 1521 y 1541, había de figurar también, de modo sorprendente, al frente de la Leyenda de los santos impresa por Juan Ferrer en 1554. La Leyenda llevaba al parecer unos años sin imprimirse, quizá hasta tres décadas: gracias a aquel prólogo impostado, la obra reaparecía en las prensas revestida de unas galas de «autenticidad» que no le correspondían, pero que debían disipar las cautelas que ese anacrónico legendario podía despertar en un panorama editorial dominado, en esos momentos, por el renovado Flos Sanctorum renacentista. No es extraño que la siguiente edición de la Leyenda de la que tenemos noticia —la complutense de 1567— se hiciera acompañar también de un ilustre proemio. Un prólogo que, por supuesto, no se debía al corrector oficial del texto (el mencionado doctor Carrasco), sino que reproducía directamente el de un Flos Sanctorum renacentista algo anterior: el revisado por el franciscano fray Martín de Lilio, impreso en Alcalá de Henares en 1558. En ambos casos, los proemios se trasvasaron con la pertinente firma de sus autores. No deja de resultar curioso que una obra de vocación tan anónima como la Leyenda de los santos se adornara con dos nombres (el de Pedro de la Vega y el de Martín de Lilio) que nada tenían que ver con ella. Porque no se trata de un intercambio de preliminares sin importancia: en su ubicación legítima (es decir, en el contexto del Flos Sanctorum renacentista) esos prólogos y esas firmas de autor servían para autorizar el rigor hagiográfico del texto y, con ello, toda su distancia con respecto a la más humilde (y, no por azar, anónima) Leyenda de los santos. La presencia fraudulenta de ambas piezas al frente de este último santoral no podía, seguramente, engañar a ningún lector de la época. Acaso lo único que pretendía era diluir un tanto esa misma distancia entre ambos textos, apelando a su pertenencia a un género sustancialmente único —el del Flos Sanctorum en su sentido más amplio— y cobrando así algo del prestigio que para ese género había ganado, justamente, la obra con la que competía en las prensas. Sea como fuere, la trayectoria de los dos compendios renacentistas concluiría de modo simultáneo en torno a 1578, merced a la aparición en el horizonte editorial de un legendario absolutamente renovado y, sobre todo, consciente y orgulloso de su propia actualidad: el Flos Sanctorum del maestro toledano Alonso de Villegas.
La edad de los autores. Villegas frente a Ribadeneyra
23La publicación del texto de Alonso de Villegas implicó, en efecto, el inicio de una nueva etapa en la historia de los Flores Sanctorum. Pero el género heredó en ese período postridentino muchos de los hábitos que habían definido su trayectoria a lo largo del quinientos. Por ejemplo, el de la convivencia en las prensas de dos obras aparentemente muy similares. El santoral de Villegas, iniciado en 1578, tan sólo se puede considerar culminado con la aparición de su sexto tomo, en 1603. Y algo antes, en 1599, había visto ya la luz el primero de los dos volúmenes que integrarían el más conocido Flos Sanctorum del jesuita Pedro de Ribadeneyra (el segundo lo haría en 1601, y en 1604 la obra se imprimiría ya de modo unitario). Los legendarios de Villegas y Ribadeneyra poseían una estructura parcialmente afín y derivaban, en buena medida, de una misma fuente latina: las Vitæ Sanctorum de Luis Lipomano, ampliadas por Lorenzo Surio e impresas en Colonia, en seis nutridos tomos, entre 1570 y 1575. Ambos textos castellanos gozaron, además, de una trayectoria ciertamente exitosa por las prensas barrocas y dieciochescas, reviviendo esa vieja competencia, esa misma tensión que notábamos hace un momento a propósito del Flos Sanctorum renacentista y la Leyenda de los santos. Pero, frente a esos viejos santorales, los legendarios postridentinos se sustentan en una exigente búsqueda de la verdad y el rigor hagiográficos, y evidencian ya la necesidad de «anclar» esa búsqueda en el nombre de un responsable concreto, individual. En los textos de Villegas y Ribadeneyra la presencia autorial es absolutamente inequívoca y se vincula de manera indisoluble a los conceptos de autenticidad y de autoridad. Estamos hablando de nuevo de prestigio. Del prestigio que cobran los textos con esa sólida firma de sus responsables, y del que ganan los propios escritores al participar en una empresa hagiográfica de tal trascendencia.
24El Flos Sanctorum de Alonso de Villegas, por ejemplo, se inauguraba con una jugosa reflexión sobre la necesaria puesta al día de la hagiografía española, en el marco de la «Dedicatoria» de la obra al mismo Felipe II. En ese magno contexto, Villegas no dudaba en equiparar la reforma del legendario a la ya emprendida con los libros propiamente «litúrgicos», concediéndole al género una dignidad, en cierto modo, nueva. Era ese mismo apoyo que el monarca había prestado a la implantación en España del misal y el breviario reformados por Pío V, en efecto, el que ahora se solicitaba para la definitiva sustitución de los viejos santorales renacentistas. En la obra de Villegas se abrazaban así la demanda de esa renovación hagiográfica y el instrumento para llevarla a cabo: no otra cosa era — ni quería ser— su Flos Sanctorum. Por lo demás, y al margen de su evidente obediencia a los usos de la tópica prologal, la petición de la protección regia otorgaba al asunto de la actualización del género una dimensión «nacional», confirmada unas líneas más abajo por las reflexiones del autor en torno al descrédito de los viejos santorales castellanos, que no podían sino dar «causa a gentes de otras naciones para que se burlen de los españoles»24.
25Las razones para la reforma del santoral tenían que ser muy evidentes desde mucho antes de 1578, dada la deuda que, a pesar de su lima constante, los viejos legendarios renacentistas mantenían con la arcaica obra de Vorágine. Pero acaso nunca habían sido expresadas con la contundencia y con la claridad que ahora manifestaba el prólogo del maestro toledano. Su Flos Sanctorum constituye un discurso casi sin fin, que pronto contaría con una segunda y con una tercera partes (dedicada aquélla a exponer la vida de la Virgen y la de los Patriarcas, y esta última a compendiar las biografías de los «santos extravagantes»). Y a ellas se irían añadiendo otros volúmenes impensados, cada vez más alejados de los que eran —y seguirían siendo tras Villegas— los contenidos canónicos del género. Si el cuarto tomo constituía una simple recopilación de sermones (una selección de los predicados por el autor a lo largo de veinticinco años), el quinto no era otra cosa que una colección de exempla (la más nutrida, posiblemente, de nuestra historia literaria). El propio título de esta última (Fructus Sanctorum y quinta parte del Flos Sanctorum) oscilaba entre el reconocimiento de su individualidad y la más rentable, pero algo más engañosa, consideración del volumen como una «sección» del exitoso legendario iniciado en 1578. Y algo similar sucede con la última entrega de la serie: un volumen dotado ya de un título independiente (Victoria y triunfo de Jesucristo), pero amparado todavía en sus preliminares bajo ese rótulo, mucho más reconocible para el lector, de Flos Sanctorum. En su conjunto, si algo acaban siendo esos seis densísimos libros es una suerte de miscelánea —ni siquiera estrictamente hagiográfica— en la que parecen agolparse todas las lecturas y todos los conocimientos del autor.
26La de Villegas es, en efecto, una escritura tremendamente personal, tejida sobre un sistema constante de reenvíos de un volumen a otro de «su» obra, y salpicada, aquí y allá, de numerosas pinceladas autobiográficas. En este último sentido, la postura del autor se debate entre la consabida modestia prologal y la lícita asunción del enorme éxito que acompañó al Flos Sanctorum desde su misma aparición. El interminable «Prólogo al lector» del segundo tomo, por ejemplo, acababa derivando hacia una calurosa defensa de su propia labor como escritor. Villegas resolvía allí algunas posibles objeciones a la materia del volumen (la traslación a la lengua vulgar de la materia bíblica y la mixtura de historias divinas y humanas), defendiendo la necesidad «moral» de su publicación ( «que personas de letras y vida […] son de parecer que sería yo digno de grande culpa […] si lo que algunas veces he pretendido hacer, hiciese, que es guardar mi libro para mí») y recordando, cómo no, los frutos vinculados a la aparición de la primera entrega de su santoral: «Y así por esto sale en público como por ser agradecido a mi nación española, que tan de buena gana recibió mis primeros trabajos […] porque he sido cierto que ha habido soldado de vida harto estragada que leyendo en la primera parte le fue parte para que trocase la vida»25. El final del prólogo anudaría de nuevo la consabida modestia con una llamada de atención sobre el esfuerzo vinculado a la escritura de sus textos:
Esto digo para gloria de Dios […] que se quiso servir de un tan vil gusano como yo. Y sean bien empleadas mis vigilias, mis faltas de sueño, el estar los días y las noches tareado, viendo a otros en recreos y que se huelgan, y a mí siempre trabajando a costa de mi salud y vida; todo lo doy por bien empleado, pues Dios se sirve y los próximos se aprovechan26.
27Declaraciones muy similares pueden encontrarse en el resto de los prólogos «al lector» de su peculiar santoral. El correspondiente al tercer volumen, por ejemplo, ahondaba en ese motivo del esfuerzo, recordando al tiempo el éxito de las dos entregas anteriores, única razón, junto con el servicio a Dios y a los fieles, para no «poner en tierra» todos sus afanes literarios y abandonar la pluma. El Flos Sanctorum del maestro toledano aparece, en efecto, plagado de marcas y signos autoriales. Su nombre, su labor, su vida, asoman una y otra vez por los abundantísimos paratextos de la obra. Paratextos entre los que no faltaba, incluso, su propio retrato, ubicado allí como garantía de la autenticidad, de la «autoridad» de la edición que el lector tenía entre sus manos:
Por haberme impreso, cristiano lector, diversas veces sin orden mía las otras partes del Flos Sanctorum que yo he compuesto […] di lugar a que el muy diligente en su arte de platero Pedro Ángel hiciese este retrato, que es como firma mía, y así donde estuviere se entenderá que la impresión se hizo por orden mía y por lo mismo irá mejor correta27.
28Villegas se había adueñado del Flos Sanctorum. Su nombre se había asimilado y, de algún modo, se había impuesto al de su misma obra e incluso al de todo el género. Así fue al menos hasta la aparición del santoral homónimo del jesuita Pedro de Ribadeneyra, en 1599. Tan sólo el sexto y último tomo del compendio de Villegas es, de hecho, posterior a esa última fecha. Pero acaso en ningún otro volumen irrumpa con tanta fuerza esa conciencia de autor, esa condición de escritor reconocido, que puede permitirse incluso esbozar una amarga queja ante la apropiación ajena de sus palabras y de sus esfuerzos:
Lo cuarto digo que no niego haberme aprovechado de lo que otros han escrito, mas es con moderación, reconociendo el dueño y, si es cosa de momento, nombrándole. Lo que si otros autores que sacan libros de nuevo hubieran hecho con lo que yo tengo escrito, y son propios trabajos míos, como algunos lo hacen, tuviéralo por merced o favor […] y no queja. Como puedo tenerla de no pocos, que hacen propio lo que ningún trabajo les costó, más de trasladar hojas y cuadernos, y sobre esto arrojan palabras maliciosas, como es costumbre en gente de poco ser, que piensan ganar honra quitándola28.
29Quizá el pasaje incluya una velada alusión a Pedro de Ribadeneyra, porque es cierto que el santoral de este último mantenía con el de Villegas un ambiguo «diálogo». El jesuita, en efecto, conoció y asumió algunos de los materiales de su predecesor, pero lo hizo con un espíritu crítico que no podía sino delatar la credulidad y el gusto por la «maravilla» que, en muchos puntos, manifestaba todavía el legendario del maestro toledano. Frente al desbordamiento narrativo de este último, frente a su vehemencia incluso, Ribadeneyra hacía gala de una mesura y de un escepticismo algo más acorde al gusto de los lectores más exigentes. De hecho, su Flos Sanctorum era exactamente eso, una compilación hagiográfica, sin las veleidades eruditas o el afán enciclopédico de aquellos seis tomos de Villegas, finalmente convertidos en una ordenada entrega de las «obras completas» del autor. Claro está que la escritura de un santoral a esas alturas del siglo imponía también algunas servidumbres. Si Alonso de Villegas había inaugurado su compendio con una cumplida biografía de Cristo (siguiendo un modelo esencialmente hispánico difundido en su momento por el Flos Sanctorum renacentista), ahora era Ribadeneyra quien había de incluir en el suyo una Vida de Cristo y otra de la Virgen, so pena de defraudar las expectativas de un público que conocía, sin duda, la presencia de esos mismos materiales al frente de sendos volúmenes de la obra de Villegas. Y, como este último, también Ribadeneyra ofrecería una extensa nómina de «santos extravagantes», consolidando una tendencia nacida, en este caso, en la Leyenda de los santos.
30Ya sabemos que nada quedaba en los santorales postridentinos del anonimato que había presidido el devenir renacentista de esa Leyenda o la lenta génesis de los antecedentes medievales del género. A la altura de 1600, la tensión entre los dos grandes legendarios castellanos, rigurosamente homónimos, tan sólo podía ser enunciada desde la cita del nombre de sus responsables: Villegas —decíamos al inicio— frente a Ribadeneyra. Con esos dos nombres podían evocarse dos estilos, dos modos de concebir la hagiografía y aun los límites de un género como el del Flos Sanctorum. La labor de escritura de un santoral parecía haber desbordado aquella vieja tarea de traducción y acopio asociada a las primeras manifestaciones medievales. A diferencia de aquellas viejas compilaciones hispánicas, amparadas en la cita de Jacobo de Vorágine, los santorales postridentinos mostraban ya orgullosos la firma de sus autores castellanos, definitivamente impuesta a la de sus antecedentes latinos (Surio, Lipomano y tantos otros). Y ese era, ni más ni menos, el paso decisivo para resolver aquel viejo complejo de la hagiografía española denunciado por Alonso de Villegas en 1578: para hacer del Flos Sanctorum castellano —del suyo y del de su competidor Ribadeneyra— un referente esencial de las letras religiosas europeas por el espacio de dos siglos.
Notes de bas de page
1 A propósito de ese concepto de autoría aplicado al género, léanse las lúcidas reflexiones de C. Chauchadis, « Paratexto y autoría en el Flos sanctorum renacentista », p. 308. Tuve ocasión de esbozar un primer panorama del itinerario manuscrito e impreso de los Flores Sanctorum en mi estudio J. Aragüés Aldaz, « El santoral castellano en los siglos xvi y xvii », aunque las filiaciones allí propuestas para sus frutos medievales y renacentistas deben sustituirse por las expuestas en algunos trabajos más recientes (véase, por ejemplo, ID., « Los flores sanctorum medievales y renacentistas »). Por lo demás, regularizo la ortografía de los pasajes citados en las páginas que siguen, haciendo abstracción de aquellas variantes gráficas sin pertinencia fonológica (y respetando, obviamente, las peculiaridades del sistema consonántico en el caso de las obras medievales). De igual modo, adapto a los criterios actuales la separación de palabras, la acentuación y la puntuación de los textos.
2 Para el diseño y la evolución de ambas compilaciones, me permito remitir a mis estudios J. Aragüésaldaz, « La Leyenda de los santos » e Id., « Para el estudio del Flos Sanctorum Renacentista ».
3 Al respecto de esta cuestión, y de otros asuntos relacionados con el códice (Esc h-II-18), véase F. Baños Vallejo, « Para Isabel la Católica ».
4 Flos Sanctorum renacentista (1516), « Prólogo primero o Epístola proemial », s. f°.
5 Véase A. Millares Carlo, « Notas biobibliográficas sobre fray Gonzalo de Ocaña » y J. Calveras, « Fray Gonzalo de Ocaña ».
6 Así lo sugiere, al menos, su larga dedicación a la labor traductora y su propia familiaridad con la obra del escritor catalán. Pero véase J. Aragüés Aldaz, « Para el estudio del Flos Sanctorum Renacentista », pp. 116-117, n. 14, para la presencia en la Compilación A de algunos materiales quizá traducidos ya en el siglo xiv. Y véase C. Chauchadis, « Paratexto y autoría en el Flos sanctorum renacentista », p. 309, al propósito de esa insistencia del prólogo en la labor compilatoria de Ocaña.
7 A propósito de esa labor de transformación, véase por el momento J. Aragüésaldaz, « Para el estudio del Flos Sanctorum Renacentista », en espera de una segunda entrega detenida, justamente, en todos los pormenores de ese proceso.
8 A. Millares Carlo, « Notas biobibliográficas sobre fray Gonzalo de Ocaña », p. 532, reproduce el colofón a partir de la noticia aportada por J. M. Sánchez en su Bibliografía aragonesa del siglo xvi (n° 71).
9 Flos Sanctorum renacentista (1516), « Prólogo primero o Epístola proemial », s. f°.
10 Flos Sanctorum renacentista (1521), f° cxxr°.
11 Ibid., s. f°.
12 Pedro de la Vega aprendió gramática en Guadalupe y, tras tomar el hábito jerónimo en Nuestra Señora del Prado, en Valladolid, estudió en el Colegio de Sigüenza. Los misales preparados en su primera estancia zaragozana vieron la luz en 1510-1511. Es autor, además, de la Historia de San Jerónimo y Vida de Santa Paula, de una traducción de las Décadas de Tito Livio, de la Declaración del Decálogo y de una Vida de la Virgen, en latín, además de la conocida Crónica de la Orden. Véase la « Introducción » de J. Polo Carrasco a su edición de P. de la Vega, Vita Dei Genitricis Mariae. Y L. B. Martón, Historia, pp. 516-520.
13 Flos Sanctorum renacentista (1541), f° cxxxixr°.
14 Ibid., s. f°.
15 C. Chauchadis, « Paratexto y autoría en el Flos sanctorum renacentista », pp. 312-314 (y léanse allí otras sugerentes reflexiones del autor a propósito de esos preliminares de la edición de 1541).
16 Tuve ocasión de ocuparme de ese proceso de reescritura en mi estudio J. Aragüés Aldaz, « El santoral castellano en los siglos xvi y xvii ». Pero véase ahora el mucho más detallado análisis de C. Chauchadis, « Paratexto y autoría en el Flos sanctorum renacentista », pp. 315-318.
17 Flos Sanctorum renacentista (1541), f° cxxxixr°.
18 Y véase asimismo: « Quisiera yo poder tanto, y saber tanto, que bastara a cotejar las vidas de estos sanctos con lo que de ellos escriben algunos escriptores antiguos, para que el libro tuviera mayor auctoridad, pero no me hallé con fuerzas para lo poder hacer. Obra es ésta que un tan gran príncipe y tan excelente prelado como Vuestra Señoría Reverendísima había de tomar a su cargo y encomendarla a personas doctas y desocupadas » (Flos Sanctorum renacentista, 1558, s. f°). Nada se dice allí, en efecto, de la labor de Lilio: ¿acaso fue ésta impuesta por el propio arzobispo con posterioridad a la recepción de la demanda de Méndez? En todo caso, las fechas que figuran en el volumen nos hablan de un proceso de escritura e impresión demorado en el tiempo. La carta de Méndez de Robles no está datada, la revisión de Lilio viene firmada en 1556, la portada indica 1558 y el colofón precisa el día concreto de ese año (20 de octubre), pero la licencia eclesiástica trae fecha de 5 de febrero de 1559. El citado colofón de la sección cristológica, con la referencia a Lilio, figura en el fo cxxxviiir°.
19 Para el diseño del Flos Sanctorum con sus ethimologías me permito remitir a mi estudio J. Aragüésaldaz, « La Leyenda de los santos ». Contamos con edición del texto, debida a M. Cortés Guadarrama (El « Flos Sanctorum con sus ethimologías »).
20 Los primeros pasos de la obra por las prensas peninsulares son especialmente complejos. Tenemos noticia de dos ediciones tempranas en Zaragoza, en 1490 y 1492, pero la obra quizá ya había conocido alguna impresión anterior. Para un análisis detallado del itinerario editorial del texto, véase de nuevo nuestro estudio J. Aragüés Aldaz, « La Leyenda de los santos ». La autoría de Vagad para la Concordancia de la Pasión y la sección de « extravagantes » fue postulada por M. Martins, « O original em castelhano do Flos Sanctorum » (y véase ahora C. Sobral, « Eremitas orientais na Leyenda de los santos »). Pero esa última sección parece fruto de aportaciones diversas, quizá no coincidentes en el tiempo ni en el espacio.
21 Leyenda de los santos (1567), s. f°.
22 Las aprobaciones de la Leyenda de los santos llevan fecha de4 de abril de 1567 y de 2 de enero de 1568. Por lo demás, sorprende que la aprobación del Flos Sanctorum de 1569 (a 8 de abril de 1568), también debida a Gonzalo Millán, no incluya ninguna noticia sobre su propia participación en la revisión del texto.
23 La Leyenda de los santos sería, en efecto, el « libro de la vida de los santos en romance » que el joven Íñigo leyó durante su convalecencia en la casa natal, entre 1521 y 1522, y que jugó un papel tan decisivo en quien había de ser fundador de la Compañía de Jesús. La identificación de esa lectura fue postulada ya por diversos autores (Codina y Leturia entre ellos), según recuerda M. Martins ( « O original em castelhano do Flos Sanctorum », pp. 585-586, n. 5), y ha sido demostrada recientemente por F. J. Cabasés en la « Introducción » a su citada edición de la obra (Leyenda de los santos, que vulgarmente flossantorum llaman, ed. F. J. Cabasés, pp. xxvi-xxxix). Otra cuestión es que el ejemplar concreto manejado por el santo deba identificarse con el hoy custodiado en el Santuario de Loyola, hipótesis harto improbable, a tenor de la tardía llegada del mismo a su actual ubicación (al respecto, S. Tomás Fernández, « En el Flos Sanctorum del 1520 »). Al propósito general de la distancia entre la Leyenda de los santos y el Flos Sanctorum renacentista, me permito remitir de nuevo a mi estudio J. Aragüés Aldaz, « La Leyenda de los santos ».
24 A. de Villegas, Flos Sanctorum: primera parte, « Dedicatoria a la S. C. R. M. del rey don Felipe, segundo de este nombre », s. f°.
25 Id., Flos Sanctorum: segunda parte, « Prólogo al lector », s. f°.
26 Ibid., s. f°.
27 Es el texto que figura bajo el retrato en la primera edición de Flos Sanctorum: cuarta parte. Con diversas variantes, figura en impresiones correspondientes al resto de las partes de su obra. Y léase el citado « Prólogo al lector » de Flos Sanctorum: tercera parte.
28 Flos Sanctorum: sexta parte, « Prólogo al lector », s. f°.
Auteur
Universidad de Zaragoza
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